¿Qué tal un café para comenzar esta lectura?
Por: Andrés Felipe Peláez Reyes.
Uno de los principales problemas sociales a nivel global, pero sobre todo a nivel local, es la corrupción, entendiendo por ella los actos de desviación de poder ejecutados por las personas investidas de las calidades de servidor público a partir de la cual se prioriza el interés particular sobre el general, contrariando así los fines esenciales del Estado y de la función que le ha sido encomendada.
Esta situación conlleva el planteamiento de desafíos legislativos y de política normativa sancionatoria, pues desde allí se debe lograr la concepción de mecanismos de control social de oportuna activación para disuadir los comportamientos que atenten contra el buen discurrir de la administración pública y, de cualquier forma, lograr su efectivo y justo castigo en el momento en que la misma sea vulnerada.
En dicha materia, uno de los puntos álgidos a revisar es la función que el legislador ha asumido en punto de la protección del buen funcionamiento del sistema de compras públicas, pues históricamente se ha configurado como uno de los principales focos aprovechados por quienes se valen de su buen posicionamiento público para saquear las arcas del Estado. De hecho, esta situación es objeto de permanente revisión por parte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), quienes emiten permanentes recomendaciones sobre la denominada “integridad pública” cimentada en tres pilares fundamentales: (i) la creación de sistemas que reduzcan las oportunidades para el comportamiento corrupto; (ii) el cambio de cultura para que la corrupción sea socialmente inaceptable y; (iii) que los funcionarios sean responsables por sus acciones.
En procura de que aquellas personas que intervienen directa o indirectamente en el sistema de compras públicas asuman responsabilidad por aquellos comportamientos corruptos en que participan y que atentan contra la integridad administrativa, el legislador ha estimado la creación de diversos controles que adelantan las barreras sancionatorias del Estado como, por ejemplo: disciplinarios, fiscales y judiciales, último en donde se destacan aquellos ejercidos por el juez administrativo -como juez natural del contrato estatal- así como el juez penal, quien se encarga de juzgar aquellos actos desde la óptica punitiva.
Una mirada en retrospectiva respecto de la actuación legislativa permitiría tener dos ópticas sobre esta problemática. De un lado, podría estimarse que la actuación legislativa ha sido diligente en tanto ha procurado cerrar las brechas de las cuales se puedan aprovechar quienes allí intervienen y, en consecuencia, blindar estos instrumentos de adquisición de bienes y servicios para disminuir los riesgos connaturales de su ejercicio. Sin embargo, otra óptica evidenciaría que la actuación del legislador ha sido una sobreexposición de este tópico al poder punitivo del Estado, lo que en últimas trasciende a un proteccionismo extremo que se traduce en el entorpecimiento del funcionamiento del sistema.
Es allí donde surge un inquietante inconveniente, pues la perfección a la que se pretende llevar el funcionamiento de la contratación estatal y la permanente “espada de Damocles” que se balancea sobre los contratistas y el ejercicio de su función, constituye una práctica poco interesante para el mercado.
Piénsese lo siguiente: el mercado funciona con base en las ofertas y demandas respecto de bienes y servicios, lo que también involucra el prestigio de sus actores, la confianza que produzca la relación entablada, la estabilidad que se proyecta de la relación y las probabilidades de que aquellas expectativas de materializar el objeto perseguido sean altas.
Claro lo anterior, el Estado no se constituye en un jugador muy interesante para las condiciones mercantiles comunes, pues sus condiciones contractuales son volátiles, los riesgos reales y potenciales son más probables que los de un negocio jurídico común, las posibilidades de que operen condiciones exorbitantes que varíen las cláusulas iniciales son altísimas, la viabilidad de sanciones que incluso impidan la contratación futura con entidades públicas y la consecuente “muerte” a nivel contractual, son aspectos que convergen para definitivamente entender que contratar con el Estado es una actividad de alto riesgo y, a mayor riesgo, mayores costos.
Por si fuera poco, quienes crean las normas tendientes a salvaguardar el correcto funcionamiento del sistema público de contratación sin duda no tienen en cuenta que sus bien intencionadas actuaciones desincentivan la contratación, la encarece y no considera que el contexto en el que el Estado debe desenvolverse es el del derecho privado, es más, tan es ajeno a su actuar que se genera la sensación de que son sistemas antagónicos, cuando es todo lo opuesto, las normas de derecho comercial y civil, en lo público, constituyen el punto de partida.
El expansionismo del derecho penal, que ha tocado desde años atrás de forma ascendente las puertas del sistema de contratación estatal, también cuenta con buenas intenciones en punto a proteger el buen funcionamiento de la administración pública. Sin embargo, su irrupción ha sido de tal magnitud que incluso ha significado el desplazamiento del juez natural de los contratos estatales, pues a pesar de que éstos últimos no se hubieren pronunciado sobre la legitimidad o no de un contrato o del cabal desempeño y desarrollo de los principios de la contratación, entre otras, en materia penal resultan ejecutándose valoraciones propias de dichas instancias y reproches prematuros sobre asuntos de naturaleza contenciosa, restando legitimidad a quien en virtud del principio de legalidad debería ocuparse de dichas situaciones.
Las irregularidades en materia contractual tienen suficientes mecanismos de control que buscan impedir que se construyan entramados de corrupción que defrauden el interés general. Fiscalmente, a quienes se encuentre responsables de dicha situación deben reintegrar los recursos al erario, entendiéndose así el resarcimiento del perjuicio causado. Disciplinariamente, es posible reprochar el ejercicio de la función del servidor en el caso particular, incluso sancionarlo con inhabilidades que impidan que puedan ejecutar posteriormente funciones públicas, lo que notablemente disminuye las posibilidades de que el Estado vuelva a ser víctima de dichos comportamientos corruptos. Lo anterior, sin mencionar el control que desde el contencioso puede ejecutarse respecto de asuntos de naturaleza pecuniaria y contractual.
Vale entonces preguntarse ¿cumple el principio de ultima ratio la configuración de tipos penales como el (i) contrato sin cumplimiento de requisitos legales; (ii) interés indebido en la celebración de contratos; (iii) violación del régimen de inhabilidades e incompatibilidades o (iv) acuerdos restrictivos de la competencia?, probablemente la respuesta sea negativa si se tiene en cuenta que se han previsto múltiples barreras de control previas que tienen la potencialidad de disuadir los comportamientos antijurídicos y de reparar los daños ocasionados sin que hubiere que arribar a las consecuencias del derecho penal.
En todo caso, en la búsqueda incansable por salvaguardar la integridad administrativa, hemos construido un gran edificio legal que, si bien se alza imponente en su intención de castigar la corrupción, amenaza con ahogar la esencia misma del sistema de compras públicas. Nos encontramos en un punto de inflexión donde debemos cuestionar si la sobre-criminalización es el sendero correcto hacia la transparencia y la eficiencia, o si acaso estamos sacrificando la agilidad y la confianza en aras de un control punitivo excesivo.
Es momento de reflexionar sobre el equilibrio entre la justicia y la funcionalidad, recordando que la verdadera lucha contra la corrupción no reside únicamente en el peso de las sanciones, sino en la fortaleza de las instituciones y en la promoción de una cultura de transparencia y responsabilidad. Solo así podremos construir un futuro donde el bien común prevalezca sobre el interés particular, y donde el sistema de compras públicas sea un motor de desarrollo y no un campo minado de riesgos y desconfianza.