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Por: Andrés Felipe Peláez Reyes.
Pensar en un proceso judicial necesariamente supone imaginarse una discusión entre extremos opuestos, sustentada en elementos de prueba a partir de los cuales se busca, de alguna manera, reconstruir un suceso que permita la alegación de un derecho. Se trata entonces del intento de hacer evidentes algunos datos que posibiliten llegar a la verdad de los hechos que se investigan o, por lo menos, acercarse a ella.
Desde luego, para demostrar una hipótesis de parte, es indispensable respetar premisas mínimas que se constituyen en la “carta de navegación probatoria” que permiten entender, no sólo que un hecho ha sido probado, sino que ha sido bien probado.
Hemos sostenido constantemente en este espacio que en un sistema como el penal acusatorio[1] no es posible llegar a la verdad de cualquier manera, sino que se han establecido unos procedimientos lógicos y jurídicos que se deben seguir y respetar estrictamente para poder concluir que un hecho ha sido demostrado. De hecho, algunos países como Estados Unidos han incorporado históricamente códigos que compilan normas procedimentales y sustantivas acerca de la admisión y práctica de pruebas para garantizar su confiabilidad, justicia y constitucionalidad.
Dichos códigos, denominados “reglas de evidencia” tienen como objetivo principal asegurar que en el momento en que se obtenga la verdad, pueda predicarse de dicho procedimiento tanto su imparcialidad, como la protección de los derechos de todas las partes involucradas en el proceso judicial.
Vale decir que, aunque el ordenamiento jurídico colombiano no ha adoptado específicamente un código de evidencias, lo cierto es que ha acoplado muchas de ellas en el texto constitucional, en leyes y en la construcción de la jurisprudencia, destacando aspectos como los que suponen la relevancia de la prueba (entendida como pertinencia), la competencia del testigo (aspecto relativo a la acreditación y calificación para declarar), la regla general de inadmisibilidad de las pruebas producidas fuera del juicio oral (hearsay), la autenticidad de los documentos presentados como prueba, los estrictos estándares que debe cumplir la prueba científica o pericial, entre otras.
Excepción de aquellas reglas de evidencia son los conocidos como “privilegios”, pues se constituyen en mecanismos sustanciales y procesales que excluyen la exigibilidad en la aplicación de las reglas de evidencia. Gramaticalmente, los privilegios denotan la excepción de una obligación, que en este caso particular son las reglas de evidencia. De cualquier forma, no se trata de meras ventajas de las que caprichosamente el constituyente o el legislador han dotado a las partes inmersas en un conflicto judicial, más bien, se trata del reconocimiento de la supremacía de algunos derechos fundamentales como la intimidad respecto de los cuales debe ceder el interés público de la administración de justicia.
En nuestro país esta situación es clara a partir del artículo 33 constitucional que establece que “nadie podrá ser obligado a declarar contra sí mismo o contra su cónyuge, compañero permanente, parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad, segundo de afinidad o primero civil”. Sin embargo, lo que surge interesante analizar es si a pesar de la claridad de dicha cláusula su entendimiento es adecuado o si, por el contrario, se ha malinterpretado la misma en perjuicio de las personas procesadas, circunscribiendo este breve análisis a los procesos de naturaleza penal.
Una primera revisión sobre la cláusula del artículo 33 de la Constitución Política antes mencionado permite entender que su alcance se circunscribe al testigo por declarar, es decir, que a quien le cobija la excepción normativa de declarar -o el privilegio de no declarar- es a quien es llamado en tal calidad y le es posible alegar su vínculo de parentesco con quien es procesado. De hecho, el alcance que le ha dado la Corte Constitucional a este derecho es bidimensional. De un lado, se establece el derecho que tiene el procesado a no auto incriminarse. De otra parte, contempla el derecho a no incriminar a los familiares próximos, buscando salvaguardar tan importantes lazos al interior de la sociedad. Obsérvese:
“En relación con la garantía de no incriminación de los parientes próximos, este Tribunal ha explicado que tiene como fundamento la protección de los lazos de amor, afecto y solidaridad, y en general, el respeto a la autonomía y la unidad de la institución de la familia. En concreto, la Corte ha expresado que dicha prerrogativa blinda la institución familiar como tal, en la medida en que “el establecimiento de un deber de declarar en contra del cónyuge, compañero o pariente que ha cometido o participado en un hecho punible, generaría un clima de desconfianza entre los miembros de la familia, por el peligro latente de que los asuntos que se conocen en la intimidad sean sometidos al escrutinio público, todo lo cual terminaría por debilitar los vínculos entre ellos y por desestabilizar la familia”.
Sin embargo, parece que el alcance que se le ha impartido a dicha cláusula de excepción en el derecho comparado ha sido bastante diverso en lo que atañe a la titularidad o posesión del privilegio, pues se aplica una interpretación antagónica en la medida en que quien tiene la potestad de elegir sobre si una declaración determinada se lleva a cabo o no, a propósito del privilegio, es la persona que sería potencialmente afectada con el testimonio, no el testigo mismo.
“En la relación abogado-cliente, el poseedor es el cliente. En la relación médico-paciente y en la relación sicoterapeuta-paciente, el poseedor es el paciente. En el caso de las comunicaciones entre cónyuges, el poseedor es el que hace la comunicación, aunque muchos opinan que ambos son poseedores; pero en el privilegio de no testificar contra el cónyuge, el poseedor es el cónyuge testigo, no la parte favorecida por la ausencia del testimonio[2]”.
Obsérvese entonces que, como regla general, se predica la posesión o titularidad del privilegio en aquella persona que entregó la información amparada en su derecho fundamental a la intimidad, pensando que la misma nunca escaparía de dicha esfera, y respecto de la cual se llama a declarar al receptor del mensaje al interior de un proceso judicial.
En otras palabras, según dicho entendimiento, el privilegio y potestad de decisión no recaería en cabeza de quien comparece al juicio a declarar, sino en quien sustentado en el derecho fundamental a la intimidad compartió cierta información que en ese momento se pretende aducir en su contra, lo cual dista enormemente de lo que se entiende en nuestro país como privilegio.
No podría comprenderse diferente, pues se tiene una persona que, sustentado en un real ejercicio del derecho fundamental a la intimidad, ha manifestado una información que le consta a otro individuo con el cual existe un vínculo de parentesco, relación de abogado-cliente o de médico-paciente, por lo que no puede comprenderse que el otro extremo, simple receptor de la información, tenga en sus manos la posibilidad de decidir sobre la suerte y destino del procesado, quien en un primer momento compareció ante él seguro de que la información no saldría de allí. Igual situación ocurre con la excepción al deber de denunciar cuando consta un hecho delictivo a propósito de la clase de relaciones prenotadas y no se trata de encubrimiento, es la auténtica definición del fomento de la confianza en relaciones tan personales y cercanas que no podrían funcionar en su ausencia o, en su defecto, que no tendrían sentido.
Bajo esa perspectiva, si lo que la Corte Constitucional ha interpretado respecto de la necesidad de fortalecer o salvaguardar los vínculos familiares, o los demás incluidos en los privilegios, conlleva que la información jurídicamente relevante que sea conocida por una persona no puede ser revelada a propósito del derecho a la intimidad y de la existencia del vínculo mismo, en nuestro criterio, lo lógico sería que la normativa estuviera redactada en favor del emisor de la información (o del beneficiario del privilegio) y no de aquel destinatario de la misma, a quien se le da el poder de incidir en la suerte del primero.
Igual lógica es aplicable a la conversación existente entre el abogado y su cliente, médico-paciente, pues aunque existe la protección constitucional del secreto profesional, en principio, quien transmite una información determinada al amparo del derecho fundamental a la intimidad es el cliente o paciente, luego entonces es éste el que debe decidir qué de lo comunicado puede salir de la esfera privada y qué deberá ser protegido con rigurosidad y atemporalidad. En estos casos, no se dice que el privilegio sea exclusivo del cliente o el paciente, pues otra persona como su abogado o su médico podría invocarlo de igual forma, pero en favor de aquél y no como uno que le asista directamente.
Surge entonces la necesidad de volver sobre aquella cláusula constitucional que, aunque luce fuerte desde el artículo 33 y pareciera incuestionable, podría lucir incoherente desde la óptica del derecho comparado o desde la finalidad misma de la institución y, a lo mejor, podría encontrar una mayor razonabilidad variar su alcance, no pensando particularmente en proteger a quien eventualmente sería afectado con la declaración, sino para actuar verdaderamente en defensa de aquellos lazos sociales indispensables para difuminar la confianza entre los asociados, lo que supone ciertamente salvaguardar la confidencialidad e intimidad de la información conocida y que es susceptible de permanecer en la esfera privada del individuo, pues, de lo contrario, ningún sentido tiene el derecho fundamental a la intimidad si quien decide sobre la publicidad de lo confidencial, en el caso de los privilegios, es el receptor de ello.
[1] En Colombia adversarial o de tendencia acusatoria.
[2] Chiesa Aponte, Ernesto L. (2021). Compendio de evidencia (en el sistema adversarial), ed. Tirant Lo Blanch.