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Por: Mauricio Cristancho Ariza.

He sostenido desde tiempo atrás que el estándar para la configuración del delito de prevaricato en Colombia quedó muy alto desde el mismo momento en que un magistrado de la Corte Suprema de Justicia le concedió un hábeas corpus a un oso: al más que célebre oso Chucho. Este comentario no es, de ninguna manera, una crítica a la judicatura; al contrario, entiendo que el hecho de que ni siquiera se haya iniciado una investigación al magistrado que “osó” conceder el amparo constitucional al animal, es muestra de que las interpretaciones jurídicas, aun equivocadas y con apariencia de irracionalidad, no deben traspasar a los senderos del derecho penal.

El Gobierno Nacional ha proferido el denominado “decretazo”, aplicando una excepción de inconstitucionalidad para convocar a una consulta popular. En un escenario político tan caldeado y dividido como el colombiano, no han sido pocos los reparos y críticas que se han presentado -muchos pronunciados sin que se conociera el decreto-destacándose que algunas voces, al menos un par bastante autorizadas, han afirmado la configuración de un delito de prevaricato.

Leído y analizado el texto del decreto, no encuentro dable afirmar la presencia de un prevaricato, por lo que debo distanciarme de dichas voces basándome en al menos tres argumentos.

En primer lugar, porque así como no se debe politizar la justicia, tampoco se debe judicializar, y menos criminalizar, la política. Cicerón, Plutarco y Beccaria argumentaron la inconveniencia de judicializar los actos políticos, y es casualmente la jurisprudencia española, al explicar el alcance de la denominada prevaricación administrativa, la que ha ratificado estas premisas al señalar:

“Como ya se ha expresado, la jurisprudencia y la doctrina entienden por ‘resolución’ todo acto de la Administración Pública de carácter decisorio que afecte el ámbito de los derechos e intereses de los administrados o de la colectividad en general, y que resuelve sobre un asunto con eficacia ejecutiva, quedando por tanto excluidos, de una parte, los actos políticos y, de otra, los denominados actos de trámite” (STS de 3 de mayo de 2012, Ponente: Sr. Conde-Pumpido Tourón, reiterada en STS de 23 de octubre de 2013).

A pesar de que el decreto que convoca a la consulta popular tiene una alta carga jurídica, tal circunstancia en nada le resta su clara connotación de acto político. El Consejo de Estado ha afirmado con claridad que el presidente de la República dicta actos como suprema autoridad administrativa y actos políticos o de gobierno. Todos, por supuesto, son susceptibles de control constitucional, el criterio para identificarlos es el móvil que inspira su emisión (11001-03-24-000-2009-00344-00) y lo que debe quedar claro, desde la óptica estrictamente penal, es que estos actos políticos no deben ser susceptibles de persecución y menos por prevaricato, pues una política de estado no se mide por su grado de antijuridicidad ni de corrección.

En la aludida providencia, el tribunal de cierre de lo contencioso administrativo, al analizar el trámite de un referendo, calificó como acto político no solo la decisión de convocar al pueblo a las urnas, sino también los decretos que promovieron las sesiones extraordinarias para la aprobación de la ley del referendo. Aterrizando estas consideraciones al denominado “decretazo”, resulta indiscutible su connotación de acto político y su necesario desmarque de la cobertura del delito de prevaricato.

En segundo lugar, porque la propia jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, en mi opinión en la dirección correcta, ha matizado el delito de prevaricato (en sede judicial) en el sentido de exigir la acreditación de un acto de corrupción:

“Las diferencias que arrojen las construcciones judiciales del pasado y las del presente, bien sea de la misma u otra corporación o funcionarios, las decisiones mayoritarias, los salvamentos de voto, las nulidades, la revocatoria de decisiones, las modificaciones jurisprudenciales o aun las equivocaciones, no admiten juicios de ilicitud sino a partir de la comprobación de actos de corrupción (…) Por contraste, todas las decisiones respecto de las cuales quepa discusión sobre su acierto o legalidad, las diferencias de criterio, interpretaciones o equivocaciones despojadas de ánimo corrupto, no pueden ser objeto de reproche penal(39538).

En el caso del “decretazo” no es posible acreditar acto o ánimo corrupto alguno. Los móviles del presidente y sus ministros se encuentran en las antípodas de un episodio de corrupción. Son el resultado de tensiones políticas en el foro democrático. Luego de advertir irregularidades en el trámite legislativo, precisaron una excepción de inconstitucionalidad que, al margen de su legalidad o no, que en todo caso habrá de definir la justicia, tuvo como único móvil convocar al pueblo soberano para que se pronuncie frente a algunas políticas públicas, dado lo que consideraron un bloqueo por parte del Senado. Sin ánimo corrupto no habrá prevaricato.

En tercer lugar, porque la misma historia del delito de prevaricato exige un comportamiento grosero para que tenga relevancia penal. Recuerda Luis Carlos Pérez que en el derecho romano se empezó usando los verbos “varicare” (referido a andar torcido) y “varicatur” (el de las piernas torcidas) para luego desembocar en “prevaricare” (torcedura muy grande). Carrara, por su parte, explica su origen en “praevaricari” (desviarse del camino recto) y le da tres significados: Uno en sentido lato como una aberración intelectual del hombre, otro de connotación jurídica como todo acto de un empleado público en que se aparte de los deberes o se use para un fin ilícito, y el tercero, al que le da prelación en su obra, como el abuso de los apoderados de los litigantes contra la confianza que se les otorga (Tomo VII, pp. 140 y 141).

En Colombia hemos pasado de exigir que “a sabiendas dictare sentencias, resoluciones o dictámenes contrarios a la ley, expresos o manifiestamente injustos” (1936), a “proferir resolución, dictamen o concepto manifiestamente contrario a la ley” (1980 -reiterado en el de 2000 en el que se adicionó el término concepto). Tanto jurisprudencia como doctrina, en los últimos cuarenta años, han hecho énfasis en que el “manifiestamente” debe ser grosero y evidente, en tanto cualifica la ilegalidad del acto.

En el “decretazo” se exponen numerosas razones que fundamentan la excepción de inconstitucionalidad y, casualmente, hasta la fecha, nadie se ha ocupado de refutar o negar la existencia de las irregularidades que se advirtieron dentro del trámite en el Congreso. Se las ha matizado pero no desconocido. Encuentro que la discrepancia se presenta, entonces, en concretar si el Gobierno podía o no declarar esa excepción de inconstitucionalidad o si su único camino era encarrilar sus reparos ante el poder judicial.

Por ello el debate no debe reducirse a un juicio de interpretación exegética o taxativa a partir de la literalidad de un texto. El debate es más profundo en tanto el “decretazo” ponderó la democracia participativa frente a un presunto bloqueo del poder legislativo. No se nos olvide que importantes conquistas constitucionales han ido más allá de la literalidad, como el concepto de familia del art. 42 de la Carta que hoy día no puede entenderse estrictamente como la unión de un hombre y una mujer, el deber de declarar (art. 33) que ya no autoriza la lectura del grado “primero civil” sino “cuarto civil”, o el propio control a las reformas constitucionales que en su tenor literal se limitaba a vicios de procedimiento y hoy día se ha reinterpretado con la tesis de la sustitución de la Constitución.

Y aun cuando estimo que lo prudente era acudir a los jueces, no debe desconocerse que la interpretación por la que optó el Gobierno contó con nutrida argumentación, basada en amplios precedentes de la Corte Constitucional, que ha dado lugar para que existan opositores y defensores de la medida, lo que, de suyo, permite advertir la razonabilidad de la determinación, la posibilidad de debatirla y, por ende, la inexistencia de delito contra la administración pública.

Con estos argumentos concluyo señalando que podemos o no estar de acuerdo con el decreto y que bien la justicia habrá o no de invalidarlo. Al margen de ello, veo un acto político que desborda el alcance de la persecución penal o disciplinaria, y no percibo ni el ánimo corrupto ni la manifiesta ilegalidad.

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