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Por: Andrés Felipe Peláez Reyes.

La corroboración periférica es una de esas figuras foráneas que hemos venido arraigando en nuestra práctica judicial, particularmente en el derecho penal. Se trata de un instrumento probatorio de origen jurisprudencial español, desarrollado como respuesta a los vacíos que deja la ausencia de prueba directa en delitos conocidos como de “puerta cerrada”: aquellos que, por su naturaleza, suelen ocurrir en espacios privados y sin testigos presenciales.

Llevar este tipo de delitos ante un estrado judicial supone enormes dificultades para la reconstrucción fáctica, en especial cuando no existen testigos directos ni lo que se ha denominado como «testigos silenciosos», como cámaras o grabaciones. Ante esta carencia, la jurisprudencia del Tribunal Supremo español propuso una vía intermedia: permitir que elementos indirectos y contextuales —llamados «datos marginales o secundarios»— pudieran servir para reforzar la credibilidad del testimonio de la víctima.

La lógica detrás del modelo es comprensible: permitir que el juzgador valore ciertos indicios que, sin probar el hecho principal, fortalezcan la narrativa de quien denuncia. El problema aparece cuando esta herramienta pasa de ser un apoyo probatorio a convertirse en el eje central de la valoración, desplazando así el estándar penal de prueba más allá de toda duda razonable.

Uno de los principales cuestionamientos radica en que la corroboración periférica nace con la finalidad de reforzar la versión de la víctima, como lo reconocen varias sentencias al indicar que este método “propone acudir a la comprobación de datos marginales o secundarios que puedan hacer más creíble la versión de la víctima de la agresión sexual”. Pero si el juez, como tercero imparcial, dirige su análisis probatorio principalmente a confirmar una única versión en litigio, entonces estamos ante una metodología que corre el riesgo de diseñarse para confirmar sesgos acusatorios.

Entre los elementos usualmente valorados bajo este método se encuentran:

  1. La ausencia de móviles espurios en la denunciante,
  1. el daño psíquico producido,
  1. el estado anímico posterior a los hechos,
  2. o incluso elementos como regalos o dádivas.
    Todos estos factores apuntan, no a probar el hecho central, sino a hacer verosímil el relato en su conjunto.

Este fue, justamente, uno de los puntos neurálgicos del caso de Dani Alves, recientemente resuelto en segunda instancia por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que revocó la condena por violación proferida por la Audiencia Provincial de Barcelona. En su sentencia, el tribunal de apelación hace una distinción crucial entre credibilidad y fiabilidad: la primera se asocia a una percepción subjetiva sobre el relato; la segunda, a su correspondencia con la realidad fáctica. Esta distinción permite delimitar el verdadero valor de la prueba testimonial y sus posibles refuerzos periféricos.

El Tribunal enfatiza que cuando existen discordancias relevantes entre el testimonio de la denunciante y otros medios de prueba, éstas deben tener un impacto significativo en la valoración de su fiabilidad. No se desconoce el valor del testimonio, pero sí se exige al juzgador un mayor rigor en la verificación de su correspondencia con los hechos efectivamente ocurridos. En suma, la Sala advierte sobre el riesgo de sacrificar la presunción de inocencia en favor de una narrativa coherente pero insuficientemente respaldada por el conjunto probatorio.

El caso permite extraer una enseñanza clave: la corroboración periférica no puede usarse como sustituto de la prueba del hecho principal. Aceptar esto implicaría validar condenas construidas sobre datos circunstanciales, lo que desdibuja el rol garantista del proceso penal.

Como bien señala la propia sentencia: “si concebimos el derecho penal como una técnica de limitación del poder punitivo del Estado, deviene indispensable una motivación específica de las razones por las que se rebasan los umbrales penales mínimos”. Y es precisamente esa concepción del derecho penal la que exige reforzar el rigor con el que deben valorarse los insumos probatorios. Privilegiar elementos circunstanciales que sólo hagan verosímil el relato, y basar en ellos una sentencia de condena, desvirtúa el estándar del conocimiento más allá de toda duda razonable, transformando el juicio penal en un ejercicio probabilístico cuando debería ser uno de certeza.

La virtud de la corroboración periférica radica en que, bien aplicada, puede ayudar a construir una imagen completa de los hechos. Pero su peligro reside en usarla como una especie de «sumatoria de indicios», que en conjunto hacen verosímil una hipótesis sin que el hecho típico esté realmente acreditado. La justicia no puede construirse sobre impresiones reforzadas por el contexto, sino sobre hechos debidamente probados.

El anhelo legítimo de justicia no puede traducirse en arbitrariedad. El proceso penal no es el escenario donde se equilibra la balanza a favor de quien más conmueve, sino donde se garantizan derechos, incluso cuando el clamor público presiona en sentido contrario. La presunción de inocencia no es una fórmula vacía: es la piedra angular que impide que el poder punitivo se desborde. Y para protegerla, es indispensable que el proceso penal mantenga un debido proceso probatorio, uno que no se conforme con relatos creíbles, sino que exija pruebas suficientes, contrastables y coherentes con los hechos. Solo así, la justicia no será solo una aspiración, sino una práctica verdaderamente garantista.

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