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Por: Andrés Felipe Peláez Reyes.
Colombia atraviesa una de sus más graves crisis sociales y de seguridad en los últimos años. Mientras la violencia se multiplica en diversas regiones del país y los muertos y desplazados se cuentan por cientos, el poder punitivo parece desbordado, incapaz de enfrentar tan dramática situación con eficacia. Sin embargo, en el Congreso de la República persiste una convicción inamovible: aumentar las penas es la fórmula mágica para reducir el delito.
Esta vez, el foco está en el maltrato animal. La reciente aprobación de la “Ley Ángel” ha sido presentada como un hito en la protección de los animales, un mecanismo que “fortalece la lucha contra el maltrato animal mediante acciones que garanticen la investigación y sanción de la violencia contra los animales en los procesos penales y sancionatorios policivos”. Pero ¿realmente esta ley representa un avance en la protección animal o es simplemente otro eslabón en la larga cadena de populismo punitivo que domina la política criminal del país?
No hay duda de que toda lucha en favor del medioambiente, los animales, los ecosistemas, las minorías y las personas en situación de vulnerabilidad merece la acción decidida del Estado. Sin embargo, es preocupante que el mecanismo favorito para librar estas batallas sea el derecho penal, como si se tratara del único recurso del Estado para abordar problemas sociales complejos. Se legisla con una única herramienta, como si martillar más fuerte el mismo clavo fuera garantía de solucionar el problema.
El derecho penal, en teoría, no debe responder a impulsos emocionales ni a presiones populistas. Su función es garantizar que el poder de castigar no se ejerza de manera arbitraria ni irracional. El debate legislativo debería centrarse en la racionalización del castigo, reduciendo su dimensión impulsiva y asegurando que las leyes se diseñen con fundamento en estudios criminológicos y en la realidad del país. Sin embargo, lo que vemos con frecuencia es todo lo contrario: se agitan banderas en favor de causas legítimas, pero el mecanismo utilizado para impulsarlas termina siendo la amenaza de prisión. Se legisla bajo la premisa de que el castigo es la mejor –o la única– manera de corregir los problemas sociales.
La “Ley Ángel” nos muestra perfectamente este fenómeno. No sólo crea penas económicas de multa, sino que impone sanciones de prisión superiores a los cuatro años, lo que, en la práctica, limitará el acceso a subrogados penales y aumentará la ya insostenible congestión del sistema judicial. Lo paradójico es que esta medida difícilmente tendrá un impacto real en la reducción del maltrato animal. La sociedad colombiana sigue funcionando bajo la errónea convicción de que el endurecimiento de las penas tiene un efecto disuasorio inmediato, cuando la evidencia demuestra lo contrario.
Para ilustrarlo, basta con examinar otros eventos en que se ha dicho que valerse del derecho penal es efectivo, pero que han demostrado todo lo contrario. Un caso paradigmático es el feminicidio. Originalmente, este delito se contemplaba como un agravante del homicidio, pero en un esfuerzo por combatir la violencia de género, se creó un tipo penal autónomo con penas aún más severas. ¿El resultado? La violencia contra la mujer no ha disminuido; por el contrario, los casos siguen en aumento. La promesa de penas más altas no ha sido suficiente para erradicar el problema porque este no radica en la severidad de la sanción, sino en factores estructurales de nuestra sociedad que, hasta que no sean abordados generacionalmente, no van a variar.
Otro ejemplo, quizá menos extremo pero igualmente ilustrativo, es la restricción del parrillero en motocicleta como estrategia para reducir los atracos en Bogotá. Cada vez que se presenta un incremento en los delitos cometidos desde motocicletas, las autoridades locales reaccionan instintivamente con la misma medida: prohibir el parrillero. Sin embargo, estudios recientes han demostrado que esta restricción no se traduce en una disminución significativa del delito, lo que evidencia que el problema no se resuelve con medidas superficiales, sino con un enfoque más profundo sobre las causas de la criminalidad.
La sociedad colombiana ha normalizado la idea de que la mejor manera de corregir una conducta reprochable es endureciendo las penas. Se legisla con la ilusión de que el temor al castigo modificará los comportamientos, cuando la realidad es mucho más compleja. Los cambios sociales no se imponen por decreto ni se logran con amenazas de prisión, sino que requieren transformaciones estructurales, campañas educativas y mecanismos de prevención efectivos.
En este contexto, no deja de ser preocupante que algunas voces celebren la “Ley Ángel” como “el mayor avance en la protección animal en Colombia”. No sólo es una afirmación discutible, sino que ignora el hecho de que la protección de los animales no se logrará exclusivamente con penas más altas. Es indispensable abordar la raíz del problema: la falta de educación en tenencia responsable, la ausencia de estrategias de sensibilización masiva y el déficit en la capacidad estatal para prevenir el maltrato animal.
El derecho penal es un sistema punitivo especial porque es derecho, y la juridificación del castigo debería producir una reducción de la dimensión emocional del mismo. Cuando la política criminal se diseña con base en la indignación colectiva y no en la razón, el resultado es un sistema de justicia sobredimensionado, ineficaz y con un impacto limitado en la realidad social.
Si queremos evolucionar como sociedad, debemos abandonar la obsesión por la cárcel como solución universal. Debe hacerse un llamado inacabable a reconocer que la función del derecho penal no es complacer a las masas, sino administrar el castigo de manera racional, garantizando que sólo intervenga cuando sea estrictamente necesario. De lo contrario, seguiremos perpetuando el ciclo del castigo sin resultados, convirtiendo el derecho penal en una herramienta de manipulación política más que en un verdadero instrumento de justicia.
Porque cuando una sociedad entiende que la cárcel no es la única respuesta, entonces, y sólo entonces, habrá evolucionado.