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Por: Ricardo Giraldo Cifuentes.
Las interceptaciones telefónicas se han convertido en una de las herramientas de investigación más potentes dentro del sistema penal acusatorio colombiano. Gracias a ellas, se han desmantelado redes de narcotráfico, corrupción y crimen organizado que difícilmente hubieran sido descubiertas con otros medios de prueba. Sin embargo, el atractivo de su eficacia no puede hacernos perder de vista que estamos frente a una medida altamente invasiva de los derechos fundamentales, especialmente de la intimidad, la privacidad y la libertad de comunicación. En este punto, el derecho penal colombiano ha tenido que trazar un delicado equilibrio entre la necesidad de perseguir el delito y la obligación de preservar el debido proceso.
La Ley 906 de 2004, junto con la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia y la Corte Constitucional, ha consolidado una serie de exigencias mínimas que deben cumplirse para que las escuchas telefónicas puedan ser valoradas como prueba válida. No se trata de simples formalidades, sino de verdaderos pilares de legitimidad.
En primer lugar, es indispensable acreditar la titularidad de la línea intervenida mediante documentos oficiales de las compañías telefónicas. Si no se demuestra de quién es el número interceptado, el andamiaje probatorio se derrumba, pues carece de soporte la atribución de las conversaciones a una persona concreta. La jurisprudencia ha sido clara en advertir que esta omisión es insalvable y contamina toda la evidencia derivada.
En segundo lugar, debe garantizarse la existencia y fiabilidad de las grabaciones. Esto exige la autorización judicial previa, la preservación rigurosa de la cadena de custodia y la certificación técnica de los archivos. No es un capricho normativo, pues cualquier fisura en estos aspectos abre la puerta a la manipulación o contaminación de la prueba. La propia Fiscalía, en su Directiva 0004 de 2021, ha enfatizado la importancia de asegurar la integridad del sistema de interceptaciones para que su valor probatorio no sea cuestionado.
En tercer lugar, está la identificación de los interlocutores. Una conversación cuya voz no se pueda atribuir con certeza a determinada persona carece de utilidad procesal. Aunque es válido que testigos reconozcan las voces, la Corte Suprema recomienda el uso de peritajes técnicos cuando exista controversia.
Y, en cuarto lugar, resulta esencial el contexto y la corroboración. Pues, una llamada aislada, fuera de toda conexión con otras pruebas, no puede soportar una condena. Pues el juez está obligado a a valorar la prueba de manera conjunta, justamente para evitar que una frase descontextualizada determine el destino de una persona.
Estos cuatro pilares se conectan de manera directa con el estándar de prueba más allá de toda duda razonable, previsto en el artículo 381 de la Ley 906. Esta fórmula, que muchas veces se menciona sin detenerse en su alcance, constituye una verdadera muralla de contención frente al poder punitivo del Estado. Una interceptación sin titular claro, una grabación sin cadena de custodia, una voz no identificada o un diálogo sin corroboración generan dudas que el juez no puede ignorar. Ello aunado al hecho de que el principio de in dubio pro reo impone que, ante la mínima incertidumbre razonable, la decisión sea absolutoria. De lo contrario, el proceso se convertiría en un ritual vacío donde el derecho a la presunción de inocencia queda reducido a una frase de manual.
Un elemento adicional que no puede soslayarse es la regla de exclusión probatoria. La Corte Constitucional ha reiterado que toda interceptación realizada sin orden judicial, o que desconozca derechos fundamentales, es prueba ilícita y no puede valorarse. La doctrina del fruto del árbol envenenado opera aquí con toda su fuerza, ya que no solo se expulsa la interceptación ilegal, sino también las pruebas que de ella se deriven. Este control estricto es una garantía frente a posibles abusos del poder investigativo.
Así, las escuchas telefónicas revelan una paradoja del sistema penal. Son, al mismo tiempo, un instrumento eficaz y una amenaza latente. Su fuerza probatoria depende del cumplimiento riguroso de condiciones jurídicas que protegen la dignidad humana y el debido proceso. Más allá de los tecnicismos legales, el mensaje de fondo es claro y es que el Estado no puede sacrificar la libertad de las personas en aras de la eficacia investigativa. La justicia no se legitima por el número de condenas obtenidas, sino por la certeza de que cada una de ellas descansa en pruebas obtenidas y valoradas con respeto absoluto a la Constitución y a la ley.
Por ello, en un contexto donde la opinión pública suele reclamar condenas rápidas y ejemplares, es vital recordar que el proceso penal no es un espectáculo, sino un escenario donde se juega la libertad y la vida de los ciudadanos y la verdadera majestad de la justicia radica en resistir la tentación de flexibilizar garantías y en sostener, con firmeza, que ningún fin, por noble que parezca, justifica medios que vulneren derechos fundamentales.
*Abogado de la Universidad Católica de Oriente, con especializaciones en Derecho Comercial y Derecho Procesal Penal. Magíster en Derecho Procesal Penal y Teoría del Delito. Doctorando en Derecho y estudiante de posgrado en Derecho Constitucional en la Universidad Sergio Arboleda. Maestrando en Derecho Penal Internacional y Transnacional (UNIR).
Ha realizado estudios y estancias académicas en universidades de Italia, España, Chile y Alemania. Miembro del Instituto Colombiano de Derecho Procesal. Conjuez de la Sala Penal y de la Sala de Extinción de Dominio del Tribunal Superior de Medellín. Conferencista y docente en universidades de Colombia, Ecuador y México.