por Lucia Fernández Ramírez

El uso de las redes sociales ha facilitado la manifestación de variados discursos, un tipo de ellos son los discursos discriminatorios, violentos e intolerantes contra un determinado grupo o colectivo de personas. Ello se acrecentó -además- exponencialmente en época de confinamiento por la pandemia. Dichas conductas violentas son motivadas por prejuicios y se exteriorizan a través de publicaciones “motivadas por odio”. Ello torna necesaria la profundización de cuál es la respuesta que el Derecho ofrece a dicha problemática, si es que la hay.

Para entender la temática vale la pena mirar una tendencia legislativa de los últimos tiempos en crear una tipología penal o potenciar la existente para criminalizar sentimientos negativos hacia determinados grupos históricamente vulnerados[1]. Asociado a ello, hay que mirar cómo el derecho penal valora en definitiva algo tan íntimo como un sentimiento o emoción; asociado a un problema semántico – secundario, pero no menos importante – acerca de qué termino elegir (odio por prejuicio, odio por discriminación, odio por intolerancia, entre otros).

Otras aristas de la temática incluyen una diferenciación[2] difícil pero necesaria entre la libertad de expresión y lo que se ha denominado “discursos de odio”. Y una pregunta: ¿Qué límites existen en las redes sociales?

Claramente una cosa es la libertad de expresión, y otra un discurso que transita desde la discriminación hacia la violencia[3] con personas destinatarias que poseen determinadas características: etnia, identidad sexual, identidades de género no normativas y la diversidad corporal, orientaciones políticas, militancia en espacios diversos. Incluso una negación de la dignidad de ciertos colectivos o grupos históricamente marginados.

La tipología penal exacta dependerá de cada legislación[4]. Implican manifestaciones que, en general, son sistemáticas y predeterminadas. Conductas reiteradas que no buscan transmitir una simple opinión o punto de vista divergente con un otro u otra, sino un mensaje violento.

Finalmente existirán algunos problemas probatorios de interés.

Muchas veces el medio empleado es a través de la creación de “cuentas falsas” o cuentas que pretenden ser medios periodísticos para difundir un discurso sistemático de intolerancia y discriminación, el que se convierte por el constante hostigamiento a las víctimas, en un discurso de odio, en el sentido que el victimario realiza una negación de la dignidad de las mismas e incita a terceros a esa intolerancia, exponiéndolas al desprecio o la violencia.

La doctrina especializada ha analizado la posibilidad de que ese “odio” pueda trascender la barrera digital y convertirse en violencia real, así lo ha adelantado la ONU en sus últimos pronunciamientos. El discurso de odio en las redes puede generar también permanencia, puesto que, al trascender y permanecer los efectos nocivos sobre la imagen, honor, nombre y demás derechos de las víctimas, todo ello perpetúa los daños -psicosociales, etc.- en el tiempo y espacio.

Decimos también en el espacio puesto que, en la victimización online, se difumina el límite temporal espacial. Una vez que la imagen, mensaje o información comprometida se difunde en internet, probablemente permanecerá en el ciberespacio para siempre.

Otra de las características preocupantes es que el perpetrador, no ve la reacción de la víctima de forma inmediata. Esta característica puede perpetrar o facilitar la insensibilidad y la falta de empatía hacia ésta, por lo cual, a su vez, puede incrementar la probabilidad de la agresión.

Se trata de un fenómeno que incluye la experiencia de uno o varios episodios de agresión o acoso que provocan un daño significativo en las víctimas (Wolak, Mitchell y Finkelhor, 2006).

Otro aspecto muy interesante es que las víctimas ya no son necesariamente las personas “más débiles”, como en otros modelos delictivos o como en el acoso “tradicional”. Así también el agresor o acosador, no es necesariamente el agresor clásico, sino que más bien puede ser alguien que no se atreve a llevar a cabo una agresión cara a cara y se ampara en el anonimato percibido de internet para perpetrarla. Todo ello necesariamente genera efectos aún más devastadores que los delitos “clásicos”[5]. Se ha dicho que todo ello debería determinar, la procedencia de nuevos tipos penales o crímenes de odio (Toledo Vázquez, 2014); así como la exigencia de regulaciones que convierten delitos dependientes de instancia privada en delitos de acción pública (Di Corleto, 2017).

La discusión desde la teoría del delito reside en justificar que no se esté sancionando a una persona por su forma de pensar sino por el propio desvalor de su conducta exteriormente materializada.

Una de las principales críticas que recibe este accionar sancionable es que en esta clase de delitos lo que se reprocha son emociones en lugar de intenciones. En esa concepción, el “odio” aparece como un rasgo de la personalidad del agente que no puede ser controlado y, en consecuencia, habilitar responsabilidad penal. Este aspecto debería ser analizado con mayor detalle recurriendo a lo que la doctrina ha estudiado bajo el nombre de “noción mecanicista de las emociones”[6] y una postura “evaluativa o cognitiva”[7].

En última instancia mencionar lo que la doctrina ha estudiado como prueba de los estados mentales. Los extremos psicológicos deberán ser inferidos en función de un comportamiento externo del agente y ciertas circunstancias contextuales[8]. En el caso de las redes sociales, claramente nos encontramos ante una prueba de acceso quizás más asequible que en otro tipo de delitos pues dichos estados se materializan en publicaciones de diversa índole en medios digitales que podrán rastrearse y acreditarse mediante capturas de pantalla o videos de lo publicado[9]. Y amparados en la valoración racional de las mismas, es decir no bastarán simples máximas de experiencia, sino que se debe ver en la resolución judicial la explicitación de las razones para dar por probados los hechos y la intencionalidad de las mismas en el acto concreto.

Sería bueno no perder de vista que la victimización a través de las nuevas tecnologías constituye un problema social creciente y de gravedad. Aunque pueda parecer vetusto no en vano el bien jurídico tutelado en estos tipos penales suele ser “la paz pública” como bien colectivo para aspirar a una convivencia tolerante, inclusiva, armoniosa.

Referencias en cita:

Di Corleto, J. (2017) “Igualdad y diferencia en la valoración de la prueba: estándares probatorios en casos de violencia de género,” en Género y justicia penal. Buenos Aires: Ediciones Didot.

Toledo Vásquez, P. (2014) Femicidio/feminicidio. Buenos Aires: Ediciones Didot.

Wolak, J., Mitchell, K. J., & Finkelhor, D. (2006). Online victimization: 5 years later (No. 07-05-025). Alexandria, VA: National Center for Missing & Exploited Children.

[1] Aquí la doctrina ha distinguido entre delitos odiosos y delitos de odio, lo cual insumiría mayores profundizaciones.

[2] Profundizar sobre este aspecto insumiría en sí mismo otro artículo con mayor rigor de análisis.

[3] Nuevamente, aqui se habla de un escalonamiento que se transita progresivamente desde la existencia de prejuicios, pasando por actos prejuiciosos, discriminación, y finalmente violencia manifestada o exteriorizada. En una etapa aun más violenta la doctrina ha analizado incluso los actos de genocidio.

[4] En Uruguay, por ejemplo, podrían eventualmente configurarse los delitos previstos en los arts. 149 bis C.P. (Incitación al odio, desprecio o violencia hacia determinadas personas), 149 ter C.P. (Comisión de actos de odio, desprecio o violencia hacia determinadas personas) o en su defecto art. 334 C.P. (Injurias); eventualmente asociado con el delito del art 333 C.P (Difamación). En el mismo sentido, podemos citar normativa interna que transversaliza la temática, como lo es la Ley Nacional Nº 19.580, LEY DE VIOLENCIA HACIA LAS MUJERES BASADA EN GÉNERO.

[5] Ya desde 2015 en adelante, existe jurisprudencia de la CIDH, donde se señala que el deber de debida diligencia que compromete a los Estados implica la previsión de protecciones para las personas que enfrentan un riesgo particular de sufrir violencia a causa de su orientación sexual o identidad de género, ya que se trata de personas que desafían las expectativas sociales dominantes acerca del género, de la corporalidades asociadas a expresiones legítimas de la masculinidad y la feminidad, de las formas aceptadas de asociarse sexual y afectivamente. La CIDH detalla que “para poder cumplir a cabalidad con el deber de prevenir la violencia contra las personas LGBTIQ+, los Estados deben desarrollar estrategias transversales incluyendo, entre otras, las siguientes: establecimiento de mecanismos de recolección de datos para analizar y evaluar el alcance y las tendencias de estos tipos de violencia; adopción de disposiciones legales que criminalicen la violencia por prejuicio contra las orientaciones sexuales, identidades de género no normativas y la diversidad corporal; búsqueda de mecanismos preventivos comunitarios; y diseño e implementación de políticas públicas y programas educativos para erradicar los estereotipos y estigmas existentes contra las personas LGBTIQ+” (CIDH, 2015: párrafo 391). También deben citarse, los Principios de Yogyakarta, difundidos en 2007 como fruto del trabajo de un equipo internacional de especialistas, que forman parte del Soft Law del derecho internacional de los derechos humanos.

[6] En esta postura básicamente las emociones son fuerzas que nos mueven y nos colocan como sujeto pasivo sin poder de control sobre ellas. Escapan a la razón y proporcionan explicaciones causales mecanicistas de la conducta pero no basadas en la conciencia. La consecuencia de esta concepción es la imposibilidad de evaluar a las emociones, sino que solo se podrá medir la intensidad con las que la padece el sujeto.

[7] Bajo esta concepción las emociones son la evaluación de ciertos objetos o situaciones. Por ende, son intencionales y así evaluables desde el punto de vista de la racionalidad. Se pueden educar; serían controlables en cierto sentido. Desde esta óptica, pueden ocupar un rol relevante en el razonamiento  intencional del comportamiento de un agente.

[8] Podrán existir además determinadas probanzas inferenciales, a saber: la propia percepción de la víctima, o de las/los testigos, por pertenecer a un grupo o colectivo vulnerado determinado; publicaciones en redes que coincidan con un día significativo para el grupo o colectivo al que pertenece o supone pertenece la víctima; diferencias ideológicas o culturales del grupo o colectivo al que pertenecen la víctima y el agresor; existencia de una actividad organizada de “grupos de odio” o pertenencia del agresor a cualquiera de dichos grupos; entre otras.

[9] En este aspecto habrá que considerar en cada legislación la forma de acreditar dicha prueba (digital) o evidencia a la investigación penal.

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