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Por: Andrés Felipe Peláez Reyes.
Cuando pensamos en justicia, solemos imaginar la figura de un juez que, en virtud del ordenamiento jurídico, resuelve un conflicto entre las partes aplicando la ley general y abstracta al caso concreto. Esa imagen corresponde a la concepción tradicional o retributiva de la justicia, según la cual toda infracción a la ley penal debe ser sancionada con una consecuencia previamente establecida.
Sin embargo, esta visión, especialmente en el ámbito penal, ha sido objeto de transformaciones impulsadas por la política criminal contemporánea. Dichos cambios buscan no solo optimizar la resolución de los conflictos, sino también brindar respuestas más satisfactorias a quienes se ven directamente afectados. Porque, aunque el delito no sea un simple infortunio, sino la manifestación de una conducta contraria al orden jurídico, lo cierto es que la respuesta del Estado debe priorizar los intereses reales de las personas inmersas en el conflicto, y no solo los de la aplicación normativa como regla ineludible.
En ese cambio de paradigma, que no es nuevo pero que se fortalece con el paso de los años, surgen los mecanismos de justicia restaurativa, definidos en el artículo 518 del Código de Procedimiento Penal como “todo proceso en el que la víctima y el imputado, acusado o sentenciado participan conjuntamente de forma activa en la resolución de cuestiones derivadas del delito en busca de un resultado restaurativo.”
Esta figura encarna, en buena medida, el espíritu del artículo 2 de la Constitución, que señala como fin esencial del Estado “facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan”. En la justicia restaurativa, esa participación deja de ser un asunto programático y se convierte en un instrumento concreto de solución.
La Corte Constitucional ha descrito este modelo como un “mecanismo alternativo de enfrentamiento de la criminalidad que sustituye la idea tradicional de retribución o castigo por una visión que rescata la importancia que tiene para la sociedad la reconstrucción de las relaciones entre víctima y victimario[1]”. Se trata, por tanto, de una mirada centrada en el daño, en el sufrimiento causado y en la posibilidad de superarlo. El propósito es recomponer los vínculos sociales quebrantados por el delito y fortalecer la cohesión comunitaria.
El foco de la justicia restaurativa se desplaza de la infracción de la norma hacia el impacto humano y social del comportamiento. Por eso, su principal interés es restaurar los tejidos sociales, reparar el daño y reconstruir las relaciones afectadas. A diferencia del modelo retributivo, que se agota en el castigo, la justicia restaurativa busca sanar las consecuencias del delito a través de decisiones equitativas, humanas y dialogadas.
Además de su valor moral y social, la justicia restaurativa ofrece ventajas concretas para la administración de justicia: celeridad y eficacia. Al permitir soluciones más flexibles y participativas, se evitan las formalidades rígidas del proceso tradicional y se logra un desenlace que, sin renunciar a la justicia, disminuye el impacto que el conflicto genera en la comunidad. Al final, para eso está el derecho: para solucionar conflictos, no para perpetuarlos mediante trámites interminables ni para imponer sufrimientos desproporcionados bajo la apariencia de justicia.
En esa línea se inscribe la Ley 2477 de 2025, que refuerza este enfoque al devolver protagonismo a la reparación integral del daño como causal autónoma de extinción de la acción penal. Este retorno a lo que ya estaba presente en la Ley 600 de 2000, reivindica la idea de que incluso dentro del proceso penal puede darse espacio a las partes para resolver sus diferencias y restaurar el equilibrio vulnerado.
Naturalmente, el carácter penal del conflicto impide que este camino sea aplicable a todos los delitos como regla general. No se trata de ponerle precio a los vejámenes ni de mercantilizar el proceso penal. Sin embargo, sí resulta razonable permitirlo en casos como homicidio culposo, lesiones personales, delitos contra los derechos de autor, inasistencia alimentaria o delitos contra el patrimonio económico, donde la reparación puede tener un efecto restaurador y preventivo.
Las cifras oficiales demuestran la magnitud del impacto que esta política podría tener. Según la Fiscalía General de la Nación, solo en lo corrido de 2025 se han recibido aproximadamente 31.816 noticias criminales por inasistencia alimentaria, 101.611 por estafa y 240.059 por hurto[2]. En conjunto, más de 373.000 procesos (en un corto y cercenado análisis) que potencialmente son susceptibles de ser abordados a partir de la reparación integral. Si una fracción significativa de ellos encontrara solución mediante reparación, el alivio para el sistema judicial sería enorme.
Ahora bien, no todo es promesa. La justicia restaurativa también enfrenta riesgos importantes. Si bien busca la participación activa de la víctima, la ley no otorga a ésta un verdadero poder de veto frente a las ofertas de reparación del procesado. Ello abre la puerta a escenarios donde la voluntad de la víctima se puede ver desplazada y su derecho a la justicia se sustituye por una reparación que puede no satisfacerla. En otras palabras, el ideal restaurativo podría derivar, paradójicamente, en una revictimización o en la imposición de una solución no consentida.
La ley exige al Fiscal velar por los derechos de la víctima y garantizar un resarcimiento efectivo, pero no impide que el proceso se extinga incluso sin su plena conformidad. En ese contexto, el rol del juez penal se vuelve decisivo: su intervención debe impedir que la búsqueda de eficiencia atropelle los derechos de quien sufrió el daño.
Distinto es el caso en que el desacuerdo verse únicamente sobre el avalúo de los perjuicios, pues allí cabe la designación de un perito que valore técnicamente el daño, y la posibilidad de que la víctima objete dicho informe. De ese modo, el conflicto puede resolverse sobre bases objetivas, fundadas en criterios de equidad y razonabilidad.
La justicia restaurativa es, en efecto, un camino prometedor. No necesariamente significa indulgencia ni renuncia al deber de sancionar, sino, más bien, constituye una forma más racional y humana de enfrentar el conflicto penal. Los abogados estamos llamados a proporcionar herramientas para resolver disputas de la mejor manera posible, sin exacerbar el sufrimiento de los involucrados ni sacrificar la esencia del derecho.
No obstante, estos mecanismos deben perfeccionarse para evitar vacíos normativos que terminen afectando los derechos de las víctimas. De lo contrario, corremos el riesgo de que, en nombre de la restauración, se produzcan nuevas fracturas.
Porque si el castigo sin reconstrucción es inútil, la reparación sin justicia puede ser otra forma de impunidad.
P.D. En este mes celebramos tres años de este espacio reflexivo que nos ha permitido Revista Derecho, Debate y Personas. Gracias a su compromiso con la difusión del pensamiento jurídico, hemos podido contribuir a las conversaciones que fortalecen y cuestionan nuestro sistema jurídico. ¡Que sean muchos más años de diálogo y reflexión conjunta!.
[1] Corte Constitucional, sentencia C-979 de 2005.
[2] Cfr. Fiscalía.gov.co/Colombia/gestión/estadísticas/delitos/




