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Por: Ricardo Giraldo.
El interrogatorio al indiciado es una figura del sistema penal acusatorio colombiano (Ley 906 de 2004) que a menudo genera incertidumbre. Se trata de una diligencia formal en la que la Fiscalía o la Policía Judicial interroga a una persona sospechosa antes de formularle cargos, siempre y cuando esa persona decida voluntariamente rendir declaración.
No es un trámite automático ni obligatorio, por el contrario, solo procede si el indiciado, tras ser debidamente informado de sus derechos, opta por hablar. En esencia, es la oportunidad de exponer su versión de los hechos ante las autoridades investigativas, de forma voluntaria y con garantías, antes de enfrentar una imputación formal.
Legalmente, el artículo 282 del Código de Procedimiento Penal exige condiciones claras para este interrogatorio. Antes de iniciar, el funcionario debe advertir al indiciado que tiene derecho a guardar silencio y que nadie puede obligarlo a declararse culpable ni a testificar contra sí mismo o contra familiares cercanos. Solo si, conociendo estos derechos, el indiciado manifiesta su deseo de declarar, se lleva a cabo el interrogatorio en presencia de un abogado defensor.
Además, el indiciado no declara bajo juramento (mantiene su derecho a no autoincriminarse), y la diligencia debe quedar registrada en un acta oficial. Estas garantías buscan asegurar que cualquier declaración sea verdaderamente libre y voluntaria, teniendo en cuenta que no es un medio de vinculación procesal, sino un acto opcional cuyo resultado no predetermina el rumbo del proceso. En otras palabras, nadie puede ser forzado a interrogatorio y su realización no es requisito del debido proceso; es simplemente una herramienta más de investigación, respetuosa de la voluntad del sospechoso.
Es importante no confundir el interrogatorio al indiciado con otras figuras del ámbito penal. En el sistema anterior regulado por la Ley 600 de 2000, de corte inquisitivo-mixto existía la indagatoria, una diligencia obligatoria ante el fiscal para vincular formalmente a una persona al proceso penal. Aquella indagatoria era prácticamente ineludible, el procesado debía ser escuchado por el fiscal como requisito fundamental, al punto que omitirla podía acarrear nulidades.
Con la reforma hacia el sistema acusatorio, esa figura desapareció. Hoy la vinculación formal de un sospechoso se realiza mediante la audiencia de imputación ante un juez y no a través de un interrogatorio previo, pues este pasó a ser voluntario, ya no una fase obligatoria del procedimiento. Por eso, si un fiscal cita a un sospechoso a interrogatorio y este decide guardar silencio, la diligencia simplemente no se lleva a cabo, sin consecuencias jurídicas adversas. Esta voluntariedad marca una diferencia fundamental respecto de la antigua indagatoria.
Tampoco debe confundirse el interrogatorio al indiciado con la entrevista que la policía judicial realiza a testigos o víctimas. La entrevista es básicamente una conversación informal de investigación, orientada a recopilar información inicial, pero no tiene las formalidades ni las garantías de un testimonio oficial. Un testigo entrevistado no está bajo juramento ni cuenta con derecho a la asistencia de abogado, puesto que no es un imputado sino un tercero colaborador. Lo que diga en una entrevista sirve para guiar la investigación, pero no constituye prueba en sí mismo y, si se necesita usar esa información en juicio, el testigo deberá declarar formalmente bajo la gravedad de juramento.
En contraste, el interrogatorio al indiciado sí conlleva garantías especiales, pues el indiciado es parte del proceso, acude con defensor, puede reservarse respuestas incriminatorias y todo queda documentado. Además, mientras la entrevista a testigos es más un deber cívico (un ciudadano citado a declarar suele tener que colaborar), el indiciado no puede ser compelido a hablar en su contra. Su participación es facultativa, reflejando el respeto por sus derechos fundamentales.
En la práctica, enfrentar un interrogatorio como indiciado requiere equilibrio y preparación. Por un lado, es una oportunidad para colaborar con la justicia o aclarar hechos; por otro, conlleva riesgos si no se maneja con cuidado. Por eso, lo ideal es llegar preparado, preferiblemente tras consultar con un abogado de confianza que evalúe la conveniencia de declarar o guardar silencio según el caso. La estrategia puede implicar decidir qué aspectos explicar y cuáles reservar, siempre dentro del marco de la verdad.
Durante la diligencia, una actitud serena y prudente suele ser la mejor aliada. Escuchar con atención cada pregunta antes de responder resulta esencial, pues más vale tomarse un momento para pensar que contestar apresuradamente y equivocarse. Las respuestas convienen ser claras y puntuales, ceñidas a lo preguntado; divagar o añadir detalles innecesarios solo abre espacio para confusiones. Asimismo, mantener el respeto y la calma, incluso si las preguntas resultan incómodas, proyecta credibilidad. A fin de cuentas, un interrogatorio no es un debate acalorado sino un espacio formal donde cada palabra cuenta.
En conclusión, la experiencia demuestra que lo importante en un interrogatorio al indiciado no está en asumirlo como un pulso de poder, sino en abordarlo con humildad y objetividad. Ni el fiscal interrogador ni el indiciado deberían buscar imponerse; lo que importa es facilitar que aflore la verdad dentro de las reglas del juego.
Incluso quien esté convencido de tener la razón o la inocencia de su lado debe evitar la soberbia, ya que una postura altanera puede nublar el juicio y desgastar el ambiente de la diligencia. Por el contrario, la actitud adecuada es de respeto, mesura y apertura. En el contexto penal, demostrar seguridad con modestia vale mucho más que cualquier alarde de superioridad. Al final del día, la justicia es más eficaz cuando todos los actores, investigadores e indiciados por igual, entienden que la búsqueda de la verdad no se trata de ganar un combate, sino de esclarecer los hechos con integridad y respeto.




