¿Qué tal un café para comenzar esta lectura?
Por: Ricardo Giraldo.
La prescripción de la acción penal suele asociarse a la impunidad, pero en realidad es un derecho fundamental del procesado, consistente en la garantía a ser investigado y juzgado en un plazo razonable, sin dilaciones injustificadas, conforme al debido proceso. En otras palabras, la prescripción fija un límite definitivo al poder punitivo del Estado una vez transcurre el tiempo establecido en la ley. Pasado ese término, si el Estado no ha logrado obtener una condena, expira su facultad de perseguir penalmente al ciudadano. Por ello, más que favorecer la impunidad, la prescripción opera como sanción al Estado por su inactividad o incapacidad para juzgar oportunamente y como derecho del procesado a la certeza sobre su situación jurídica en un plazo determinado.
El término de prescripción de la acción penal es claro, el artículo 83 del Código Penal colombiano sostiene que «la acción penal prescribirá en un tiempo igual al máximo de la pena fijada en la ley, pero en ningún caso será inferior a cinco (5) años, ni excederá de veinte (20) años.». eso es así salvo algunas excepciones. Por su parte, el artículo 86 de la misma normatividad define que la prescripción se interrumpe con la formulación de la imputación, en cuyo caso iniciará a correr nuevamente el término por un periodo igual al de la mitad, antes señalado.
De acuerdo con lo anterior, resulta claro que el término de prescripción de la acción penal depende del delito imputado, pues, a partir de la formulación de imputación comienza a correr un término equivalente a la mitad de la pena máxima prevista para el delito, dentro del cual deben emitirse las decisiones de primera y segunda instancia. Ello, por cuánto de conformidad con el artículo 189 de la ley 906 de 2004, una vez proferida la sentencia de segunda instancia se suspenderá el término e iniciará a correr de nuevo por un período de cinco años, para que se emita decisión de impugnación especial y/o casación
Teniendo esto claro, entonces es importante preguntarse. ¿cuándo se debe entender proferida la sentencia de segunda instancia? Esta pregunta, inicialmente podría parecer obvia, sin embargo, encierra implicaciones importantes, pues en materia de prescripción incluso un día cuenta para determinar si la acción penal expiró o no.
Ahora bien, la emisión de un fallo de segunda instancia en un tribunal colegiado conlleva varias etapas internas antes de su divulgación al público, tales como:
– el registro del proyecto, que es cuando el magistrado ponente elabora un proyecto de sentencia y lo registra para ser estudiado;
– la deliberación y aprobación, que es cuando los magistrados hacen sala o se reúnen a discutir el proyecto y lo aprueban (con o sin modificaciones);
– la programación para la audiencia de lectura del fallo, en la que se citan a todas las partes y;
– finalmente llegado el día y la hora programada, se da lectura del fallo, lo cual surte la notificación formal de la sentencia al procesado y demás intervinientes.
Teniendo en cuenta lo anterior, de una interpretación literal se podría sugerir que la sentencia se profiere cuando se da a conocer, es decir, en la lectura del fallo. Al fin y al cabo, es en ese acto público cuando la decisión adquiere existencia de cara al proceso y las partes se enteran de su contenido. Bajo el principio de publicidad procesal, la notificación de la sentencia ocurre justamente en la audiencia de comunicación, no antes.
No obstante, la jurisprudencia de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia ha establecido algo distinto, toda vez que ha determinado que, para fines del artículo 189, la sentencia de segunda instancia se entiende proferida en la fecha de su aprobación en sala, no en la fecha de su lectura. Pues, tratándose de jueces colegiados, se ha reiterado que la providencia de segunda instancia existe jurídicamente desde que la Sala la adopta, independientemente de cuándo se haga pública. En palabras de la alta corporación, la fecha relevante no es la de la lectura del fallo, sino aquella en la que se da su aprobación por los magistrados.
Esta interpretación jurisprudencial unifica el entendimiento de la norma, pero a su vez plantea serios inconvenientes procesales para el enjuiciado, toda vez que, los actos de discusión y aprobación interna de un fallo no son públicos ni conocidos en tiempo real por las partes. Así, el procesado y su defensa difícilmente pueden saber, el día que asisten a la lectura de la sentencia, si el término de prescripción ya había vencido o no. Todo depende de una fecha registrada en las actas internas del tribunal, a la cual ellos no tuvieron acceso previo.
En la práctica, puede ocurrir que la lectura del fallo se programe después del vencimiento aparente del término, lo que daría la impresión de una prescripción consumada; pero luego se informa que la Sala había aprobado la sentencia días antes, evitando la extinción de la acción penal por prescripción.
El procesado, en tal escenario, se encuentra ante una decisión ya tomada cuya validez (en términos de oportunidad) no pudo controvertir, pues la determinación sobre la prescripción se hizo de puertas adentro. Si bien es cierto que siempre quedará la posibilidad de revisar el expediente para verificar la fecha del acta de decisión, esto solo es posible a posteriori, cuando el fallo ya fue leído y notificado. Para entonces, cualquier debate sobre la extinción de la acción llega tarde, pues el proceso habrá seguido su curso.
Desde la óptica de los derechos del procesado, esta situación resulta problemática. La falta de publicidad y transparencia inmediata sobre el momento preciso en que se profiere el fallo de segunda instancia implica que el encausado no tenga certeza sobre un aspecto fundamental que afecta su responsabilidad penal. Recordemos que el instituto de la prescripción, al ser parte del debido proceso, debe operar de forma clara y predecible, permitiendo al procesado saber si la potestad punitiva del Estado aún está vigente o no.
Al trasladar el momento definitorio al fuero interno de la corporación judicial, se crea un desequilibrio, ya que el Estado, a través del tribunal, controla discrecionalmente ese instante final, mientras que el ciudadano queda a la espera, sin posibilidad de participar o al menos conocer oportunamente la decisión que marca la frontera entre la punibilidad y la extinción de la acción.
Vale anotar que la preocupación por la publicidad de la sentencia no es menor. Si bien, se presumen de buena fe las actuaciones de los Tribunales, la propia reflexión jurisprudencial ha señalado que, conforme al principio de publicidad, la notificación auténtica de la sentencia es con su lectura. Dicho principio busca asegurar la transparencia de la actuación judicial y la igualdad de armas, por lo que, cuando una fórmula interpretativa de alguna manera esconde el acto definitorio tras las puertas cerradas de la deliberación privada, se resiente en alguna medida esa garantía de publicidad.
Resulta entendible que, desde una perspectiva de eficacia, se privilegie la fecha de adopción interna del fallo para evitar que la materialización tardía de la lectura provoque la impunidad de hechos punibles por simples retrasos administrativos. Sin embargo, este remedio conlleva el sacrificio de la transparencia, pues el procesado ya no puede saber con certeza, hasta después de ocurrido, cuándo exactamente se detuvo el reloj de la prescripción en segunda instancia. Esto impone una confianza ciega en el manejo interno de los términos por parte del tribunal, confianza que choca con la filosofía de un proceso acusatorio público y contradictorio.
En un Estado de Derecho garantista, la forma importa tanto como el fondo. Y, así como es importante que un delito no quede impune por trámites superficiales, también es esencial que las soluciones jurídicas no menoscaben los derechos de quienes son sometidos a juicio.
Por eso esta creación jurisprudencial merece ser revisitada críticamente. Quizás el legislador deba aclarar este punto en la norma o tal vez los tribunales deban extremar la publicidad de sus decisiones. De lo contrario, se corre el riesgo de que el afán por derrotar a los “demonios” de la impunidad termine invocando otros demonios igual de inquietantes, tales como la opacidad procesal y la incertidumbre para el ciudadano.





