Helena Hernández*

Según la Organización Mundial de la salud, los coronavirus son una familia de virus que causan infecciones respiratorias con diferentes repercusiones. La más reciente tipología descubierta es el Covid-19, catalogado como pandemia, y cuya respuesta para prevenirla y combatirla por parte de cada país ha requerido del esfuerzo conjunto de autoridades y ciudadanos.

Se llama pandemia a la propagación mundial de una nueva enfermedad, que, por su carácter desconocido, no siempre puede ser prevenida, sino controlada y finalmente combatida. En el caso de Colombia, sus brotes iniciales ocurrieron cuando el resto del mundo lamentaba alrededor de 4.970 víctimas mortales, cifra que al día de hoy supera los 100.000 fallecidos.

El presidente y demás autoridades locales, de inmediato informaron las medidas de contención a la crisis. Planes de acción que han sido modificados conforme a las nuevas circunstancias, pero sin partir de cero en cuanto a estrategias y fines pretendidos, pues como se adujo, Colombia tuvo a su favor la experiencia del resto de países con presencia del virus (109 al momento de confirmarse el primer caso en territorio colombiano).

El Covid-19 pasará. Sin embargo, tal vez sea útil hallar símiles en males sociales, pues las propuestas para contrarrestarlos deberán llegar cuando la pandemia termine. De las múltiples equivalencias posibles, el fenómeno de la violencia encuentra coincidencias en relación a su respuesta político criminal a lo largo de la historia nacional, que cada vez pareciera enfrentarse a un nuevo virus, pese a ser uno muy viejo y conocido.

Un vistazo a mediados del siglo XX, muestra el constante estado de sitio vivido en Colombia para enfrentar cada situación considerada crítica. La mayoría de normas penales se expidieron mediante decretos del ejecutivo, con premura y sin diagnóstico riguroso. Esto significó un déficit deliberativo en la producción del derecho, que ni siquiera cambió radicalmente con la Constitución de 1991, ante la prevalente iniciativa ejecutiva en proyectos de ley penal.

La apelación a los estados de excepción o a las prácticas de emergencia, so pretexto de combatir el problema rápidamente, ha dejado un rasgo esencialmente reactivo en nuestra política criminal y penitenciaria. Como si cada brote de violencia hubiese respondido a una nueva causa aislada del resto, y las soluciones anteriores no sirvieran para concatenar acciones futuras eficaces.

Lo cierto es que los diagnósticos de las violencias en Colombia no son sorpresivos, por el contrario, responden a fenómenos enquistados desde otrora, pese al incipiente desarrollo y concreción de políticas públicas de mediano y largo plazo, con suficiente proyección para prevenir y disminuir progresivamente los diferentes tipos de violencias.

Una de las respuestas a dichos males, ha sido sancionar a los delincuentes con la inocuización, a través de la prisión. Al margen de las discusiones sobre su utópica abolición, es innegable el deber de replantear la utilidad del encierro para los fines de la pena, entre los que se encuentra la reinserción social del privado de la libertad.

Ningún delincuente aprende a vivir en sociedad mediante la desocialización, por lo que resulta un sinsentido las penas adversas a dicho objetivo, que para el caso colombiano podría tener alguna relación con las cifras oficiales del INPEC sobre el número de reincidentes en el país (21.151 personas).

La realidad del castigo debe cambiar, siendo razonable explorar alternativas que excedan su finalidad retributiva. Materializar este propósito implica comenzar a desmontar la cárcel/prisión tradicional, facilitando un fin resocializador, capaz de surtir efecto a mediano plazo. Una opción sería las cárceles o colonias agrícolas.

En el artículo Aproximación a la cárcel agrícola de Kassavetia, la investigadora en política criminal y carcelaria Ángela María Pardo López, presenta este exitoso tratamiento penitenciario en Grecia, cuyas características podrían ser aplicables al caso colombiano.

Una de las particularidades de las cárceles agrícolas es el trabajo obligatorio. Los internos que no lo deseen, no pueden ser admitidos allí y deben cumplir su pena en un establecimiento cerrado tradicional. Dicho trabajo es remunerado y cumple a su vez propósitos resocializadores.

Existen varias cárceles agrícolas en Grecia, con diferenciaciones en su principal producto. La cárcel de Tirintha por ejemplo, tiene naranjas, alimentos para animales, ganadería; además del funcionamiento de una panadería, cuya producción es de alrededor 550 kilos de pan cada día, cubriendo las necesidades de la cárcel.

Otro ejemplo es la cárcel de Kassavetia. Sus instalaciones cuentan con invernadero, edificio de la administración, biblioteca, salón múltiple, centro de odontología, gimnasio, panadería, depósito para los productos agrícolas del establecimiento, cultivos y diferentes lugares para ganadería.

Los resultados en Grecia han sido muy favorables. El desarrollo de actividades agrícolas en estas cárceles ha logrado que se generen los productos para su consumo, además de permitir a los reclusos aprender actividades productivas que serán útiles en el futuro. Las buenas condiciones de reclusión, derivan en la baja tasa de reincidencia y los rarísimos casos de fuga. Países como Noruega y Suecia también comparten este tipo de cárceles agrícolas con experiencias favorables.

En Colombia se cuenta con una colonia agrícola de Mínima Seguridad en Acacías (Meta), en la que funcionan diferentes proyectos productivos. Lo cierto es que esta modalidad penitenciaria ha sido inexplorada en el resto del territorio nacional, pese a que la normativa penal consagra este tipo de establecimientos de reclusión, además de prever la producción para su autoabastecimiento, así como la comercialización de sus excedentes (artículos 11 y 20 de la ley 1709 de 2014, que modifican a su vez los artículos 20 y 28 del Código Penitenciario y Carcelario- ley 65 de 1993).

Por otro lado, el proyecto de colonia agrícola en Yarumal-Antioquia continua sin materializarse, pese a que su funcionamiento representaría una ayuda a la crisis de hacinamiento penitenciario y carcelario del departamento, además del avance en la implementación de un modelo con enfoque resocializador.

Si este encierro obligatorio no conlleva a cavilar y cambiar las normalizadas, indignas e inútiles condiciones de nuestro Sistema Penitenciario y Carcelario, tal vez sean síntomas de una pandemia que se resiste a concluir. Incluso, los utilitaristas a ultranza podrán coincidir en el desproporcionado costo social que genera el hacinamiento y la falta de un modelo político criminal bienestarista o de inclusión social1, que contrarreste los efectos de un modelo securitario o excluyente2. El tiempo que tardemos en tomar medidas de cambio se medirá en vidas, no solo al interior de las prisiones, pues nada de lo que sucede allí es intrascendente para el resto de confinados en libertad.

Citas

Sobre el tema: Díez Ripollés, J. L., “La dimensión inclusión / exclusión social como guía de la política criminal comparada”, 13-12 (2011).

Díez Ripollés, J. L., “El nuevo modelo penal de la seguridad ciudadana”, 06-03 (2004).

#YoEscriboYoLeoDerecho

* Abogada de la Universidad de Medellín. Magíster y Especialista en Derecho Penal de la Universidad EAFIT y candidata a Magister en Derecho Penal y Política Criminal de la Universidad de Málaga, España. Entre los cargos desempeñados se encuentra el de Juez Penal de la República de Colombia. Actualmente vinculada como docente en posgrado de las universidades del Rosario (Bogotá) y La Gran Colombia (Armenia). Columnista especializada en temas jurídicos en el periódico Ámbito Jurídico, la Revista Derecho, Debates & Personas y la emisora URosario Radio. Conferencista nacional e internacional en temas de Derecho Procesal Penal y Género.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *